En este fin de siglo de signos tan inciertos una sola certeza se abre camino, en Monterrey hay una corriente social ultraconservadora que pretende imponer sus valores como verdades absolutas sobre todas las demás.
Con una campaña super orquestada, grupos paraeclesiales, sectores de extrema derecha dentro y fuera de la Iglesia Católica, y políticos panistas en el poder, están por aprobar una iniciativa que elevaría a rango constitucional en la entidad, un llamado “derecho a la vida desde la concepción hasta la muerte”, que en realidad más allá del fraseo engañoso, quiere decir: que constitucionalmente sea aceptado como valor universal el que un embrión tenga “alma” desde su concepción (eso es lo que significaría que en la Constitución se reconociera así en concordancia con los preceptos de la religión católica).
Para ello sus promoventes aducen todo tipo de sofismas, e incluso alientan a la exclusión abierta de quienes no se manifiesten conformes con la medida.
“Con los principios no se negocia” dice por ejemplo en una de las zagas de la polémica sobre este asunto, en el lenguaje propio de los mercaderes, el prominente empresario Alfonso Romo.
Cabría distinguir en primer término si los “principios” de los que habla, de los que dice profesa, son universalmente valederos o corresponden sólo a aquellos que pertenecen a su cofradía.
Por otra parte, más allá del lenguaje bélico de cruzado que utiliza, no se entiende a qué “negocio” se refiere en el contexto de la iniciativa de ley que defiende, o porqué alguien habría de “negociar” sus principios religiosos en nuestro país.
El enfoque que le da a sus “principios” está deliberadamente enmascarado (tal vez de buena fe, tal vez por ignorancia) en un dilema falso. ¿Porqué los principios de Alfonso Romo serían sujetos o no, de una “negociación social”?
Alfonso Romo como sujeto particular en México puede profesar todos los “principios” religiosos que quiera, pero como ciudadano no puede imponerlos a otros, a pesar de todo su poderío económico, ni mucho menos puede advertir a la sociedad que con ellos (con los “principios” de Alfonso Romo) no se “negocia”.
¿Qué se sigue de ahí? ¿Qué se desprende de su admonición cautelar? ¿Se debe colegir que tenemos, el resto de los ciudadanos, entre nosotros a un cruzado inconforme en potencia, y que puede ser tan alzado como su grito de guerra enunciado parabólicamente en la forma de un “con los principios no se negocia”? ¿Qué los principios religiosos de Alfonso Romo deben obligarnos a todos porque según él, con ellos “no se negocia”?
El problema pone de relieve que cuando los grupos religiosos buscan imponer sus verdades a los ordenamientos de una sociedad laica, no hay puentes por dónde cruzar. Unos se rigen por las creencias, por los dogmas de su fé (muy particulares y muy de su libre albedrío) y los otros por las normas civiles necesariamente ajenas a las confesionales, para que precisamente puedan tener validez y vigencia sociales. Sería imposible la vida de un cuerpo social con leyes que obedecieran los dictados de una sola religión o que abrigaran la pretensión de resumirlas a todas.
Los intentos de discutir la iniciativa o de disuadir unos a otros están viciados de origen pues no hay puntos de partida válidos. En tanto en México la sociedad decida permanecer civil y laica, no tienen cabida los diferendos estériles sobre las diferentes concepciones que animan a las religiones y que a éstas les gustaría imponer a la sociedad, por la sencilla razón que no ha lugar a ellas.
Para los judíos, como para los mormones, o los evangelistas, o para las muchas otras denominaciones religiosas que existen, al igual que la católica, no cabe duda que les sería atractivo ver plasmados en el cuerpo de leyes que rigen a la sociedad entera algunos de sus dogmas de fe, si no es que su juego entero de creencias.
Pero la sociedad mexicana, consciente de su profundo sentido de la religiosidad, sabiamente, a lo largo de cruentas luchas en su historia, ha sabido mantener a prudente distancia, lo que es de Dios y lo que es del César.
Está en una de las más caras tradiciones de los mexicanos, tener toda la libertad necesaria para profesar y llevar a cabo, el culto a la divinidad que sea de su entero antojo, en el ámbito de su vida particular.
Al propio tiempo, sabe que dicha libertad sólo es posible en el respeto absoluto a las creencias que los muchos otros de sus compatriotas elijan venerar. Y está cierto que eso sólo es posible en la esfera de su vida privada. Que públicamente sin demérito de la religión que cada quien profese, las mexicanas y los mexicanos somos absolutamente indiferenciados ante la ley en razón de la fé que abriguemos.
En los derechos civiles en México, las religiones no cuentan ni tienen cabida más que en la libertad que como ciudadanos tenemos para profesar o no, alguna de ellas. Por eso la religión no nos ha hecho discriminarnos unos a otros, todavía (exceptuando los intentos antiecuménicos de las campañas de unas confesiones contra otras y que han fracasado).
Los mexicanos estamos ciertos que nuestra convivencia social regida de este modo ha sido más que fecunda y satisfactoria. A nadie se le ha impedido el libre ejercicio de su fe y la transmisión de la misma, y ciertamente nadie ha tenido que “negociar” sus principios para llevar a cabo su vida social, salvo que se trate de fundamentalismos como por ejemplo los que impiden a determinada confesión hacer honores a la bandera, porque de acuerdo a las normas que rigen a sus prosélitos, incurrirían en idolatría. Pero está claro que se trata de un precepto religioso muy respetable en lo individual pero que no está ni siquiera a discusión en una sociedad laica. El absurdo sería que todos dejásemos de honrar a nuestra enseña patria para manifestar devoción a Jehová en la visión de quienes así lo creen.
De la misma forma, los extremistas parapetados en la religión católica, por mayoritaria que ésta sea, no puede ahora pretender cambiar estas fórmulas de convivencia que tantas luchas y sangre costaron a los mexicanos.