¿Adiós table dance, adiós?

Con una consulta que en términos jurídicos se sacó de la manga, el municipio de Monterrey llevó a cabo una auscultación del parecer ciudadano, difundida de manera insuficiente, salpicada de irregularidades, viciada de origen en la forma, inducida a más no poder, para según ellos saber qué hacer con el fenómeno del espectáculo que ha proliferado en la ciudad, denominado table dance.

Aunque inmensamente desairada por el grueso de la población (apenas unos cuantos miles acudieron), el “no” maniqueo de la consulta triunfó en un 70 por ciento aproximadamente, sobre un como quiera respetable 30 por ciento de una minoría que “sí” acepta esos espectáculos o que no les ve mayor problemática que existan.

Posiblemente igual diera que fueran puntos más arriba que los señalados. El problema que plantea ahora la situación al municipio es cómo manipular las cifras  para sacar una legitimidad política del evento, ya que jurídica no la tiene.

En la lógica del panismo reinante, la ideología se encarna unívoca en la voluntad arbitraria de la autoridad que sin acato al rigor de la legislación (“lo que la ley no faculta a la autoridad expresamente a hacer, ésta no lo tiene permitido”), menosprecia el derecho al pié de la letra y le incorpora su peculiar interpretación.

¿Qué importa así que la figura de consulta, referéndum o plebiscito ciudadano no aparezca disponible a los funcionarios de la alcaldía? ¿No acaso, se ufanan a sí mismos, se es cabildo para disponer lo que sea conducente de acuerdo a los criterios del munícipe en turno?

La puerta queda en principio abierta de forma que, a partir de las determinaciones que se tomen, éstas puedan ser combatidas por todo tipo de impugnaciones judiciales que sobrevengan, si es que la consulta referida se ha de tomar en cuenta como base de las decisiones.

El esquema permitiría, en una carambola de tres bandas, por una parte dorar la píldora a un sector ultramojigato que está presionando para que caigan sobre la ciudad los velos de la censura, la represión moral, y el fanatismo trasnochado de una extrema derecha enrachada en sus pírricas batallas por dirigir las conciencias ciudadanas.

Por otra parte, el ayuntamiento ganaría a golpe de clausuras masivas, amparado en un supuesto acatamiento de voluntad ciudadana, un efímero halo de “autoridad fuerte” ante numerosos sectores de una comunidad que quema incienso y añora a figuras políticas de puño endurecido, del tipo de un Martínez Domínguez, el prototipo de gobernante regiomontano (“ese sí los tenía bien puestos”).

Pero a la vez, “para no perder al cliente”, la forma deliberadamente viciada de los procedimientos seguidos, daría tal vez lugar a una nueva forma de “giro tolerado”, semejante al que prevalece en la indefinición jurídica de hoy, lo que en turno abriría la cancha a la corrupción en gran escala.

Si por el contrario, no sucede así, y simplemente se procede a la clausura de los establecimientos sin formalizar la consulta como antecedente, ¿a qué habría venído entonces tanto teatralización?. Cabría admitir en ese momento, la presunción que todo habría sido un show montado para encubrir un acto de autoridad que ya se tenía previamente concebido.

Por donde quiera que se vea la medida tiene tintes funestos. Aún sin considerar la validez jurídica de los hechos, el sesgo que se le dio a la consulta la hace más propicia de una kermesse que de un referéndum serio verdaderamente dirigido a toda la población (Si de colocar ánforas a las salidas de las iglesias se trata, hubiesen colocado otras también a las entradas de los antros, en los días de más afluencia de parroquianos).

¿Cómo puede suponerse que una consulta así se puede llevar a cabo en el inmediatismo y el simplismo de un “sí” o “no”, sin campañas previas de educación a la población sobre el tema y sobre sus posibles consecuencias, en cualquiera de sus resultados?

Porque no se trata aquí de que solamente muerto el perro se acabó la rabia. Antes bien cabe señalar que la rabia es preexistente y seguirá encontrando cauces y formas de sublevarse. Se llama miseria, se llama pobreza, se llama injusticia social. Los mentados “valores“ que preconizan las familias de “bien vivir” en la ciudad, si algo tienen que ver en todo esto, sería en el origen económico que da lugar a la desesperación de las personas marginadas para encontrar medios de subsistencia.

Resulta por demás ilógico que una consulta de esta naturaleza sea tomada por la autoridad solamente para en base en ella normar su criterio. Pregúntesele al 100 por ciento de la población si está o no de acuerdo con la prostitución y la inmensa mayoría responderá por la negativa. Es obvio.

Y sin embargo la prostitución es un mal social que existe y ni todos los votos negativos del mundo la habrán de desaparecer. Ponderar los extremos del comportamiento social y disponer las medidas de regulación y prevención que los acoten y los vuelvan fenómenos manejables es tarea de los gobernantes.

Tentativamente, aquí se pretende cerrar la ciudad a todo tipo de manifestaciones que atenten contra las normas de “moral” establecidas por unos cuantos. Entre la clausura a los espectáculos de table dance y la prohibición a las mujeres para lucir ciertos atuendos que en opinión de los censores, pudiese parecerles impropia, no dista más que un paso. En Guadalajara la mojigatería panista lo intentó con su misma burocracia.

Quien pudiese pensar que se trata de extrapolaciones llevadas a la exageración, no tiene más que remitirse a las recientes adiciones al Código Penal de Nuevo León donde se han añadido como actividades punibles aquellas que se llevan a cabo en el interior de la propiedad privada y que pudiesen atentar al pudor.

Hoy en Monterrey se asiste al intento de convertir a la ciudad en una comarca sitiada por ayatolas de la “moral y la decencia”.

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