Para Erasmo y Leticia
que recorrieron el lado oscuro de la luna
hasta que la luz les dio en el rostro
Hay historias que son propicias para abrir los augurios de un nuevo milenio. Esta es una de ellas porque auspicia la certeza que el espíritu humano continuará sobreponiéndose por encima de los avatares que se le pongan enfrente; y también es memorable porque de alguna forma recuerda que los frutos de la llamada generación del 68, no sólo fueron las uvas agridulces de la rebelión social sino también el fermento de heroísmos y generosidades que tuvieron que blandirse una vez que se apagó el horizonte lúdico-idílico de las revueltas contra las injusticias, los autoritarismos y las convenciones del status-quo.
Ocurre en los albores de la década de los noventas, aquí en Monterrey. Es una noche bochornosa del asfixiante clima veraniego de la Sultana del Norte. En un ala del Hospital Universitario las ventanas abiertas no filtran al interior ni un soplo de aire. Pareciera como si las rejas que aíslan a los internos de la posibilidad de escapar a través de ellas, también impidieran que la atmósfera se refrescara.
Se trata del pabellón siquiátrico y esta noche los pacientes están todos exaltados. Una mujer de nuevo ingreso se encuentra en crisis: rehúsa entregarse al descanso obligatorio y en ese mundo de enfermos con padecimientos mentales, las más pequeñas transgresiones al orden establecido son insoportables porque les recuerdan a todos el abismo que les separa de la cotidianidad del resto del mundo (sí los locos tienen memoria). La comunidad de pacientes siquiátricos ahí alojada, detecta el connato de rebeldía y la agitación cunde. Los focos de alerta de los trabajadores terapeutas se prenden. Un médico internista es llamado de emergencia.
Por los pasillos acude presuroso un joven doctor que apenas hace pininos en el vasto y complejo mundo de la psiquiatría y en particular, en el universo de la novedosa comunidad psicoterapéutica que funciona desde hace varios años en el Hospital Universitario, (bajo enfoques disciplinarios de tratamiento que contemplan las teorías más humanizadas de recuperación para el enfermo mental y desdeña los bárbaros métodos de reclusión, electroshocks, y dosis masivas de barbitúricos, todavía hoy en boga en muchas otras instituciones).
Utilizando el recurso del método (que dijera Carpentier), con el pretexto de su noche de guardia el facultativo logra entablar una conversación con la paciente que la tranquiliza y la convence de aceptar un somnífero porque la trastornada percibe al internista respetuoso de su condición (aún en la locura la dignidad exige hacerse presente) y que le ofrece un trato inteligente sin condescendencias fingidas.
Ella es una joven y brillante socióloga, egresada de la UANL, con una sensibilidad de la que da cuenta una trayectoria de varios libros de poesía en su currículum y que ha tenido el primer episodio esquizofrénico, de una serie dramática y torturante, de muchos otros que sobrevendrán después y que en varios momentos la postrarán al borde de la muerte por repetidos intentos de suicidio.
Lo que sigue entre ellos a ese primer contacto entre la paciente y el terapeuta, es una chispa de empatía que inaugura una relación que habrá de durar muchos años y soportar todo tipo de altibajos en su tratamiento, hasta desembocar en una rara recuperación total (las redes que tiende la razón trastornada suelen ser infinitamente sutiles, vastas y en muchos casos por desgracia, todavía incurables).
Ya de por sí una recuperación como la descrita, de un padecimiento mental grave es digna de consignarse en los anales clínicos. Pero ésta lo es aún más y los trasciende, porque tanto la paciente como el terapeuta, en breve aparecerán en público para presentar lo que en rigor puede considerarse que es un hijo de la razón apasionada de ambos: un libro escrito por la paciente durante los años en que luchó denodadamente y se encaró contra el fantasma de la locura completa, que por periodos casi la engulló.
Leticia Herrera -la paciente y quien también es nuestra compañera en el Diario de Monterrey-, ha parido un libro enorme -y que en breve saldrá a la circulación- no sólo por las circunstancias descritas en que fue concebido sino por la calidad de su forja también.
“Vivir es imposible” coeditado por el Fondo Estatal para la Cultura y las Artes de Nuevo León y la editorial Verdehalago, es paradójicamente al título, un canto celebratorio de la vida, un ajuste de cuentas con los patrones disfuncionales de la niñez (privativos de toda una generación) y sus secuelas en la vida adulta, los desencuentros y los desgarramientos afectivos en la pubertad y en la adolescencia en un mundo Mexicano que mudó de piel a fin de siglo, en casi todos los órdenes de la vida.
El registro puntual de la ordalía (y sus trasfondos) que experimentó Leticia Herrera sería, por sí mismo encomiable, pero además se trata de un canto poético, lo que eleva inconmensurablemente el mérito, el riesgo y la apuesta sobre el valor de la obra en cuestión.
A juzgar por su lectura no sólo ha salido bien librada, ha escrito una obra que no sería atrevido calificar de fundacional sobre la condición que adquiere la lucidez cuando la razón se trastorna por aquello mismo contra lo que luchaban los jóvenes idealistas: “Volveríamos a ser lo muchachos perdidos / los de la foto añosa que enseña sus dientes amarillos / volveríamos a fumar aquella mota fresca / salvaje y constructiva / para abrir el día del estudio tenaz / volveríamos a reírnos como tontos cuando alguien dijera alguna cosa / que tenía que ver con amoríos / con policías sin ladrones / con situaciones locas de muchachos / volveríamos a cantar a voz en cuello el irrumpir mediato de la revolución / nuestra camisa tinta en la sangre filial de valentía / volveríamos si no fuera porque añosos cavamos nuestra tumba cotidiana mientras nos acicalamos / perfumamos adelgazamos ejercitamos / procuramos el dinero y el auto nuevo y la casa más grande y el respeto y el reconocimiento y el éxito y la sana convivencia de adultos reservados / y no tenemos tiempo aunque queremos / para volver sobre los pasos y morirnos o perdernos o perdernos y morirnos / de alcohol o de amor / o de poesía o de ternura / en el viaje fugaz de mescalina / el peyote invitador / la rubia indulgencia del alba / buscando la verdad y ella buscándonos”.